Las consecuencias de la minería en Estados Unidos

Vista aérea de una planta industrial abandonada, con estructuras deterioradas y nieve dispersa entre edificios destruidos.

Unos kilómetros al norte de Brookwood, cuando las rutas asfaltadas se disuelven en tierra suelta y los árboles se cierran sobre el camino, empieza otra versión del sur. Una donde las señales del celular titilan y los carteles ya no dicen nada. En ese escenario rural, la vida cotidiana convive con un rumor subterráneo. No es solo el recuerdo del carbón: es su presencia activa, expandiéndose sin hacer ruido.

La minera Warrior Met, asentada en el condado de Tuscaloosa, planea extender su operación a una de las áreas más amplias en décadas. Pero esa ambición viene acompañada por un informe federal de casi 200 páginas que no escatima advertencias: desde gases que se dispararían un 80 % hasta pozos que podrían agotarse. El documento, difundido por la Oficina de Administración de Tierras, pone el foco en el impacto acumulativo de esa expansión. En el papel, todo está cuantificado. En la realidad, lo que está en juego es la vida en superficie.

Uno de los métodos que utiliza la empresa se conoce como “tajo largo”, una técnica que permite extraer grandes capas de carbón dejando espacios huecos bajo tierra. Con el tiempo, esos vacíos colapsan. El fenómeno se llama subsidencia, pero para quienes viven allí, tiene otra traducción: grietas, pisos torcidos, y un zumbido persistente que viene desde abajo.

El año pasado, en un pueblo cercano, una casa explotó. Murió un hombre que vivía justo sobre una mina operada con ese mismo sistema. Las autoridades tardaron en confirmar que la causa había sido la acumulación de metano, pero los vecinos no necesitaron esperar el dictamen oficial: ya sabían lo que pasaba.

Con la nueva expansión, podrían sumarse más de cuarenta viviendas a zonas de riesgo. Hay mapas que señalan con precisión los puntos sensibles. No es una sospecha. Es planificación con consecuencias.

Desde la empresa aseguran que hay controles diseñados, que se implementarán sensores, que se resguardará el acceso al agua si los pozos bajan. Pero los mecanismos aún no funcionan. Nadie dice cuándo empezarán a aplicarse ni qué pasa si no lo hacen.

A fines de abril, una visita oficial agitó las cosas. El secretario del Interior llegó sin previo aviso, se sacó fotos junto a ejecutivos, y la frase que acompañó la imagen —“Mío, nena, mío”— generó más enojo que entusiasmo. El gobierno nacional anunció luego que el proyecto será parte de su estrategia para fortalecer la llamada “infraestructura minera crítica”. A nadie se le escapa que el destino de ese carbón está fuera del país: las exportaciones mandan.

En los pueblos cercanos, la inquietud se cuela entre las rutinas. Los vecinos comentan que el agua sale oscura, que las paredes se corren, que las cañerías vibran sin razón. Algunos lo dicen en voz alta, otros prefieren callar. Hay quienes se están organizando para dejar constancia durante el proceso de revisión pública del informe. No porque crean que lo frenarán, sino porque no quieren quedarse sin registro.

La empresa insiste en que habrá trabajo, movimiento, beneficios. Y tal vez eso ocurra. Pero los empleos no tapan las grietas, ni las promesas corrigen lo que el subsuelo desgasta. El metano no espera declaraciones. Y cuando una casa se inclina, la estadística no consuela.

Alabama creció con el carbón como símbolo de progreso. Pero hoy, para muchos, se volvió símbolo de otra cosa: incertidumbre, silencio geológico, ruido que trepa desde el fondo. Algo se mueve ahí abajo. Aunque todavía no se vea, ya se empieza a sentir.

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