Gualberto Solano: del reclamo por su hijo a la denuncia de un sistema extractivo

Mano recogiendo una manzana roja directamente del árbol entre hojas verdes.

El 5 de noviembre de 2011, Daniel Solano, joven guaraní de Tartagal, viajó con otros trabajadores golondrina a Choele Choel, en el corazón frutícola de Río Negro. Había sido reclutado para la cosecha de manzanas y peras bajo la promesa de un salario digno. Días después de denunciar que lo estaban estafando, desapareció.

Su padre, Gualberto Solano, recorrió más de 2.400 kilómetros desde Salta hasta la Patagonia para buscarlo. Nunca volvió a su casa. Se instaló frente al juzgado de Choele Choel, en un acampe que se extendió por años y que transformó un dolor personal en una denuncia colectiva contra la impunidad, la explotación laboral y un modelo productivo extractivo que no sólo consume recursos naturales, sino también vidas humanas.

Lo último que escuché de Daniel fue: ‘me quieren estafar’”, contó Gualberto una y otra vez. Esa frase se convirtió en el núcleo de su lucha.

La otra cara de la fruticultura

La desaparición de Daniel reveló lo que muchos preferían callar: las condiciones de explotación que padecían miles de trabajadores golondrina en el Alto Valle. Jornadas de más de doce horas, pagos por debajo de lo prometido, falta de contratos formales y convivencia con agroquímicos que afectaban la salud.

A mi hijo lo desaparecieron porque defendió a sus compañeros. Él dijo que los estaban robando, y por eso lo castigaron”, denunció Gualberto. Sus palabras no sólo apuntaban a los policías condenados años más tarde, sino también al entramado de empresas frutícolas y contratistas que se beneficiaban de ese esquema.

El modelo agrícola intensivo, sostenido en monocultivos y pesticidas, encontraba su correlato en la precarización humana. Organizaciones socioambientales acompañaron su reclamo porque vieron en el caso Solano la síntesis de un problema estructural: la lógica extractivista no se limita a la tierra, también alcanza a los cuerpos que trabajan sobre ella.

El acampe como símbolo

Durante años, Gualberto vivió en una carpa frente al tribunal. “No me voy a mover de acá hasta que me digan dónde está mi hijo”, repetía a cada periodista que se acercaba. Ese espacio, sostenido con mates, pancartas y solidaridad, se convirtió en punto de encuentro para organizaciones sociales, sindicales y ambientales.

Yo no pido plata ni favores, solo quiero que me digan qué hicieron con él”, decía, rodeado de vecinos que le alcanzaban comida caliente en invierno. Lo que en un inicio fue una búsqueda desesperada, terminó convertido en una escuela de dignidad para decenas de jóvenes y militantes que se sumaban a su causa.

El juicio y las cuentas pendientes

En 2018, siete policías fueron condenados por el crimen de Daniel Solano. Fue una sentencia histórica en la Patagonia, pero para Gualberto no significó justicia plena:
De qué me sirve una condena si no puedo enterrar a mi hijo”, declaró al salir de tribunales.

Nunca se halló el cuerpo. Y nunca se investigó en profundidad la responsabilidad empresarial. “Los que se llenan los bolsillos son siempre los mismos, y los que ponemos el cuerpo somos nosotros”, acusaba, vinculando el crimen de su hijo con un sistema que combina negocios agroindustriales, complicidades estatales y violencia estructural.

Del caso individual al emblema socioambiental

Con el tiempo, su figura trascendió lo judicial. En foros sociales y encuentros comunitarios, Gualberto insistía en que el problema no era sólo la desaparición de Daniel, sino un modelo productivo que naturaliza la explotación de personas y territorios.

La policía sabe, los jueces saben, y sin embargo no aparece el cuerpo de mi hijo”, reclamaba, mientras ampliaba el foco: “Esto no le pasa solo a Daniel, le pasa a todos los pibes que vienen a trabajar la fruta”.

Movimientos ambientalistas y de derechos humanos encontraron en su voz un punto de unión. El caso Solano pasó a formar parte de un mapa de luchas contra el extractivismo: desde la megaminería en Catamarca hasta los desmontes en el norte salteño. En todos esos conflictos resonaba la misma idea: cuando la tierra se convierte en negocio sin límites, también se degradan las condiciones de vida de quienes la habitan y trabajan.

Un legado que trasciende

Gualberto falleció en abril de 2018, sin haber recuperado el cuerpo de su hijo. Pero dejó un legado que sigue vivo en cada movilización por justicia ambiental y laboral.

Sus frases, repetidas en murales y pancartas, condensan el sentido de su lucha:

  • No voy a parar hasta que me digan dónde está mi hijo.
  • Daniel desapareció por defender a sus compañeros.
  • La justicia tiene nombre y apellido: los que callan son cómplices.

Hoy, en Tartagal y en Choele Choel, su nombre se pronuncia como el de un hombre que transformó el dolor íntimo en motor colectivo. Un padre que, al exigir justicia por su hijo, desnudó el vínculo entre la explotación de la tierra y la explotación de las personas, y que se convirtió en emblema contra la impunidad ambiental en la Argentina.

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