El agua del Pacífico enfrenta una amenaza: el calentamiento global y sus consecuencias

En una sala amplia y algo cargada del calor húmedo que atraviesa Honiara, Adrian Wickham escucha en silencio. Su sombrero de fieltro reposa en la mano. Frente a él, representantes de distintos gobiernos, biólogos marinos y funcionarios de pesca intentan llegar a un diagnóstico común: por qué el atún está desapareciendo de sus aguas, y qué puede hacerse antes de que sea demasiado tarde.

Wickham conoce bien ese pescado. Lleva décadas al frente de SolTuna, la única planta de procesamiento de atún en las Islas Salomón. Desde Noro, su base de operaciones, ha visto pasar generaciones enteras que crecieron y trabajaron gracias a esa industria. No solo se trata de una fuente de alimento, sino también de empleo masivo y recaudación estatal. Cerca del diez por ciento del presupuesto nacional proviene, directa o indirectamente, del atún.

En los últimos años, sin embargo, el ritmo se alteró. La pesca se volvió más difícil. Los barcos tardan más en volver, las redes traen menos volumen, y aunque se invirtió en mejorar la flota, eso no fue suficiente para contrarrestar lo que está pasando en el mar. Según los científicos convocados en la cumbre, el calentamiento de las aguas del Pacífico occidental está desplazando al atún hacia el este. 

Con él se van también las presas que necesita para sobrevivir: sardinas, calamares, camarones. El cambio no es anecdótico; marca un giro estructural en el ecosistema.

Wickham lo resume en pocas palabras durante un receso: “Es difícil pensar que el atún pueda irse de nuestras islas y quedarse solo en altamar. Es alarmante. No sabemos qué haríamos sin él”.

En Noro, más de dos mil personas, en su mayoría mujeres, trabajan en la planta. Llegan desde distintos puntos del país, algunas en ómnibus, otras caminando, muchas cruzando pequeñas rutas de tierra. Cumplen turnos de madrugada, limpian, cortan y envasan toneladas de atún. Son parte de una maquinaria que, si se detiene, arrastra mucho más que un empleo. Allí no hay red de contención: lo que no se gana en el día no se reemplaza fácilmente.

Las Islas Salomón no son las únicas afectadas. Otras naciones isleñas como Fiyi, Kiribati y Papúa Nueva Guinea también han empezado a sentir los efectos de esta migración del recurso. Las proyecciones son preocupantes: para 2050, la captura podría reducirse un 33 %. Para economías que dependen del atún como fuente directa de ingreso —tanto por exportación como por los derechos de pesca que pagan las flotas extranjeras—, eso representa una pérdida potencial de más de 140 millones de dólares anuales. Es una cifra que compromete presupuestos, servicios básicos, programas de desarrollo.

La mayoría del atún es extraído por flotas industriales que pagan una tarifa para ingresar a la zona económica exclusiva de cada país. En el caso de las Islas Salomón, esta zona abarca más de 300 kilómetros alrededor de las casi mil islas que componen el territorio. Fuera de ese perímetro, el mar queda abierto. Si el atún se aleja, las flotas también, y con ellas los ingresos.

Pero más allá de las cifras, el golpe se siente en las escenas cotidianas. Mujeres sentadas a la sombra después del turno de la noche, esperando su colectivo de regreso. Barcos pequeños meciéndose en el muelle junto a contenedores apilados. Familias que almuerzan bajo techos de chapa, con la radio encendida y el pescado en la olla. Todo eso depende de un equilibrio marino que hoy se desajusta.

La pesca industrial convive con una tradición ancestral. En estas islas, el atún se ha pescado con anzuelo y canoa desde hace más de 30.000 años. Hoy, se usan motores fuera de borda, fibra de vidrio y herramientas de acero, pero la lógica es la misma: ir al mar, traer alimento, sostener una forma de vida. El cambio climático altera esa rutina milenaria con una violencia que no siempre se ve a simple vista, pero que está ahí, en cada red vacía, en cada viaje más largo, en cada decisión que queda pendiente.

Las reuniones en Honiara buscan respuestas. Se mencionan acuerdos regionales, nuevas rutas de pesca, monitoreos más precisos. Se habla de innovación, pero también de urgencias. Para quienes viven del atún, la solución no puede ser solo a futuro. Porque mientras el océano se calienta, y los peces se van, la vida cotidiana de miles de personas queda flotando, sin ancla.

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