Greenpeace conmemoró los 40 años del atentado al Rainbow Warrior

Barco Rainbow Warrior de Greenpeace con luces que forman el mensaje "You Can’t Sink a Rainbow" en su cubierta durante la noche.

Cuatro décadas han pasado desde el ataque que intentó silenciar una causa. El 10 de julio de 1985, el Rainbow Warrior —uno de los barcos emblema de Greenpeace— fue blanco de un atentado con explosivos en el puerto de Auckland, Nueva Zelanda. El operativo, orquestado por agentes del servicio secreto francés, tenía como objetivo frenar una campaña de protesta contra las pruebas nucleares en el Pacífico. Pero, más allá del daño material, el ataque dejó una pérdida irreparable: la muerte del fotógrafo Fernando Pereira, de 35 años, padre de dos hijos, quien falleció ahogado tras la segunda explosión.

Hoy, a 40 años de aquel atentado, la historia del Rainbow Warrior sigue siendo un emblema de la resistencia pacífica frente a los intereses que privilegian el poder por sobre la vida. No fue solo un barco lo que intentaron hundir; fue también un mensaje de advertencia para quienes se atreven a alzar la voz en defensa del planeta.

Cuando las bombas apuntan al activismo

El Rainbow Warrior acababa de regresar de una misión humanitaria: había evacuado a cientos de personas de la isla de Rongelap, contaminada por residuos radiactivos tras décadas de ensayos nucleares. El barco se preparaba para su próximo destino, el atolón de Mururoa, donde Francia tenía previsto continuar con sus pruebas atómicas. Mientras la tripulación recargaba combustible y realizaba tareas de mantenimiento, dos agentes se sumergieron en las aguas oscuras del puerto y colocaron explosivos en el casco.

El primer estallido provocó una evacuación de urgencia. Algunos tripulantes regresaron para evaluar los daños. Fernando Pereira volvió a bordo para rescatar su equipo fotográfico. Fue entonces cuando explotó la segunda carga. Cuatro minutos después, el Rainbow Warrior se hundió por completo.

Francia, en un principio, negó toda responsabilidad. Pero la presión internacional y la investigación de los hechos obligaron a su gobierno a admitir que el ataque había sido planificado desde los más altos niveles del Estado. El intento de callar una protesta se transformó en escándalo global. Una corte internacional ordenó a Francia indemnizar a Greenpeace con 8,1 millones de dólares, aunque la justicia para Pereira nunca llegó del todo: de los responsables del operativo, solo dos fueron llevados a juicio y liberados poco después.

Una voz que no pudieron apagar

Lejos de acallarse, la voz de Greenpeace se fortaleció tras el atentado. Con los fondos de la compensación, la organización construyó un nuevo Rainbow Warrior, que durante más de 20 años recorrió los mares llevando adelante campañas por la protección ambiental. En 2011, ese legado se renovó con una tercera embarcación, un velero diseñado especialmente para misiones de investigación y protesta pacífica.

Cada nuevo barco fue mucho más que una nave: fue una declaración. Un testimonio de que la violencia no detiene a quienes defienden causas justas. Que la esperanza, lejos de ser una emoción frágil, puede convertirse en un acto de coraje colectivo.

Las amenazas cambian de forma

Cuatro décadas después, el contexto ha cambiado, pero la esencia del conflicto persiste. La crisis climática se agrava, los mecanismos de control ambiental pierden fuerza, y nuevas formas de silenciamiento se hacen cada vez más frecuentes. Hoy, el ataque ya no es solo físico: se libra también en el plano legal, discursivo y económico.

Greenpeace y otras organizaciones ambientalistas han sido blanco de campañas de difamación, demandas judiciales estratégicas (conocidas como SLAPP) e intentos sistemáticos por criminalizar la protesta. Estas maniobras buscan agotar los recursos de las organizaciones, paralizar sus acciones y deslegitimar su mensaje ante la opinión pública. Las grandes corporaciones contaminantes, los gobiernos aliados a intereses extractivos y los grupos que se benefician del deterioro ambiental han encontrado en estos métodos una nueva forma de represión.

No se necesitan bombas cuando se puede aislar, hostigar o judicializar al activismo. Pero el objetivo es el mismo: frenar el impulso de quienes incomodan al poder.

Memoria para impulsar el presente

El caso del Rainbow Warrior no es solo una página oscura en la historia del ambientalismo. Es también una brújula ética. Nos recuerda que defender la naturaleza, en muchos contextos, implica poner el cuerpo frente a intereses enormes. Pero también que el coraje se multiplica cuando nace del compromiso colectivo.

En los últimos años, Greenpeace ha retomado sus investigaciones en las Islas Marshall, donde aún hoy persisten los efectos de las pruebas nucleares realizadas durante la Guerra Fría. La radiación continúa afectando la salud de las comunidades, contaminando el suelo y forzando el desplazamiento de cientos de familias. Esas heridas, lejos de cerrarse, siguen abiertas, mostrando que el daño ambiental no conoce de tiempos breves ni de fronteras nacionales.

Rainbow Warrior: esperanza como acto de resistencia

Frente a este panorama, la esperanza no es ingenuidad. Es una elección. Es tomar conciencia del tamaño del desafío y decidir actuar de todos modos. Como expresó un activista años después del atentado: “No se puede hundir un arco iris”. No porque sea invulnerable, sino porque su existencia depende de una mezcla de luz, agua y perspectiva. De la misma forma, las causas que defienden la vida se sostienen por la suma de miles de voluntades que se niegan a bajar los brazos.

Hoy, al recordar el ataque al Rainbow Warrior, no se trata solo de mirar al pasado con dolor. Se trata de reafirmar que el presente también está lleno de desafíos que requieren convicción. Que la defensa del planeta no es una moda ni una opción: es una urgencia.

El arco iris sigue navegando. Con viento, con memoria, con obstinación. Y sobre todo, con esperanza convertida en acción.

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