¿Qué esconden los biocombustibles en Estados Unidos?

Niña con mascarilla protectora en un campo de cultivo, con una planta industrial emitiendo humo en el fondo.
Niña con mascarilla protectora en un campo de cultivo, con una planta industrial emitiendo humo en el fondo.
En Estados Unidos, el modelo de biocombustibles genera más emisiones y desigualdad. El maíz destinado al etanol reemplaza cultivos alimentarios y profundiza la crisis climática.

Durante años, el maíz y la soja fueron los grandes protagonistas de los campos del Medio Oeste. En los discursos, en las leyes, en los planes del Congreso. Se los presentó como solución energética, como motor del desarrollo rural, como símbolo del progreso verde. 

Un estudio, publicado por el Instituto de Recursos Mundiales (WRI), es directo: la política de biocombustibles en Estados Unidos no está funcionando. De hecho, según la autora principal del informe, Haley Leslie-Bole, “el etanol no solo no ayuda al clima, sino que lo está empeorando”.

No es una frase al pasar. El informe se apoya en más de 100 estudios académicos, y pinta un panorama preocupante. En vez de disminuir las emisiones, como se prometió, el modelo de biocombustibles está empujando a una mayor deforestación, al uso intensivo de fertilizantes y al reemplazo de cultivos alimenticios por otros destinados a alimentar autos.

Los números son difíciles de ignorar: desde 2004, la producción de etanol aumentó casi un 500 %. Hoy, alrededor de un tercio del maíz y la soja que se cosechan en EE. UU. —que cubren más de 170 millones de acres en total— termina en tanques de combustible. ¿El resultado? Más de 30 millones de acres que podrían usarse para comida, se usan para etanol. Y todo para aportar apenas un 6 % del total del combustible de transporte del país.

“Este modelo genera beneficios para unos pocos, y costos para muchos”, explicó Leslie-Bole en una entrevista. ¿A qué se refiere? A que detrás del discurso del “impulso a las economías rurales”, se esconde una realidad donde cada vez menos personas acceden a la tierra. Los subsidios al etanol, en la práctica, terminan consolidando a grandes productores y dejando afuera a pequeños agricultores y nuevas generaciones que ya ni siquiera pueden soñar con empezar.

Pero el impacto no es solo económico. El maíz, base del etanol, es uno de los cultivos más demandantes en términos de agua y nutrientes. El uso excesivo de fertilizantes nitrogenados, por ejemplo, está disparando las emisiones de óxido nitroso, un gas que calienta la atmósfera 300 veces más que el dióxido de carbono. Hoy, la agricultura estadounidense es responsable de la mitad de las emisiones nacionales de este gas. Y si se sigue promoviendo este modelo, esa cifra podría seguir subiendo.

El informe también señala otra paradoja: mientras EE. UU. usa sus mejores tierras para producir biocombustibles, otros países están desmontando bosques para compensar la falta de alimentos en el mercado global. El llamado “efecto rebote” no es una teoría: ya está ocurriendo.

En paralelo, la industria y sus lobbies siguen defendiendo el sistema. El Estándar de Combustibles Renovables —la norma principal en esta materia— exige que el etanol emita al menos un 20 % menos que la gasolina. Pero, en la práctica, muchos de los cultivos y refinerías no cumplen con ese umbral. Incluso, algunas plantas liberan sustancias tóxicas, como formaldehído o hexano, en cantidades superiores a las de las petroleras tradicionales.

A pesar de las advertencias, en el Congreso se siguen debatiendo nuevos incentivos. Créditos fiscales, subsidios para biocombustibles de aviación, más apoyo institucional. 

Para el equipo del WRI, esa decisión es difícil de justificar. “En un mundo con hambre, con crisis hídrica, con la urgencia de reducir emisiones reales y no imaginarias, apostar por un modelo que no cumple ninguna de sus promesas es un lujo que ya no podemos darnos”, concluye el informe.

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